Domingo 30 de Junio- (Mc 5, 21-43)
Una mujer avergonzada y temerosa se acerca a Jesús
secretamente, con la confianza de quedar curada de una enfermedad que la
humilla desde hace tiempo. Arruinada por los médicos, sola y sin futuro, viene
a Jesús con una fe grande. Solo busca una vida más digna y más sana.
En el trasfondo del relato se adivina un grave
problema. La mujer sufre pérdidas de sangre: una enfermedad que la obliga a
vivir en un estado de impureza ritual y discriminación. Las leyes religiosas le
obligan a evitar el contacto con Jesús y, sin embargo, es precisamente ese
contacto el que la podría curar.
La curación se produce cuando aquella mujer, educada
en unas categorías religiosas que la condenan a la discriminación, logra
liberarse de la ley para confiar en Jesús. En aquel profeta, enviado de Dios,
hay una fuerza capaz de salvarla. Ella «notó que su cuerpo estaba curado»;
Jesús «notó la fuerza salvadora que había salido de él».
Este episodio, aparentemente insignificante, es un
exponente más de lo que se recoge de manera constante en las fuentes
evangélicas: la actuación salvadora de Jesús, comprometido siempre en liberar a la mujer de la exclusión social, de la opresión del varón en la familia
patriarcal y de la dominación religiosa dentro del pueblo de Dios.
Sería anacrónico presentar a Jesús como un feminista
de nuestros días, comprometido en la lucha por la igualdad de derechos entre
mujer y varón. Su mensaje es
más radical: la superioridad del varón y la sumisión de la mujer no vienen de
Dios. Por eso entre sus seguidores han de desaparecer.
Jesús concibe su movimiento como un espacio sin dominación masculina.
La relación entre varones y
mujeres sigue enferma, incluso dentro de la Iglesia. Es uno de nuestros grandes pecados. El camino de la curación es claro:
suprimir las leyes, costumbres, estructuras y prácticas que generan
discriminación de la mujer, para hacer de la Iglesia un espacio sin dominación
masculina.