(Mateo
16,21-27) Domingo
3 de Septiembre
Es difícil no sentir desconcierto y malestar al
escuchar una vez más las palabras de Jesús: «El que quiera venirse conmigo, que
se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Entendemos muy bien la
reacción de Pedro, que, al oír a Jesús hablar de rechazo y sufrimiento, «se lo
lleva aparte y se pone a increparlo».
Nuestra sociedad vive obsesionada por eliminar el
sufrimiento y malestar por medio de toda clase de drogas, narcóticos y
evasiones.
Si queremos clarificar cuál ha de ser la actitud
cristiana, hemos de comprender
bien en qué consiste la cruz para el cristiano, pues
puede suceder que nosotros la pongamos donde Jesús nunca la puso.
Nosotros llamamos fácilmente «cruz» a todo aquello que nos
hace sufrir, pero no hemos de confundir la cruz con cualquier
desgracia, contrariedad o malestar que se produce en la vida.
La cruz es otra cosa. Jesús llama a sus discípulos a
que le sigan fielmente y se pongan al servicio de un mundo más humano: el Reino
de Dios. Esto es lo primero. La cruz no es sino el sufrimiento que nos llegará
como consecuencia de ese seguimiento; el
destino doloroso que habremos de compartir con Cristo si seguimos realmente sus
pasos. Por eso no hemos de confundir el «llevar la cruz» con posturas masoquistas
o una falsa mortificación.
Por otra parte, hemos de entender correctamente el
«negarse a sí mismo» que pide Jesús para cargar con la cruz y seguirle. «Negarse
a sí mismo» es no vivir pendiente de uno mismo, olvidarse del propio «ego»,
para construir la existencia sobre Jesucristo. Dicho de otra manera, «llevar la
cruz» significa seguir a Jesús dispuestos a asumir la inseguridad, la
conflictividad, el rechazo o la persecución que hubo de padecer el mismo
Crucificado.
Pero los creyentes no vivimos la cruz como derrotados, sino como portadores de una esperanza final. Todo el que pierda su vida
por Jesucristo la encontrará. El Dios que resucitó a Jesús nos resucitará
también a nosotros a una vida plena.