(Mt 5, 38-48)
Amar al prójimo exige hacerle bien, pero significa también aceptarle, respetarle, valorarle, hacerle sentir nuestra acogida y nuestro amor. La caridad cristiana induce a la persona a adoptar una actitud cordial de simpatía, solicitud y afecto, superando posturas de antipatía, indiferencia o rechazo.
Naturalmente, nuestro modo personal de amar viene condicionado por la sensibilidad, la riqueza afectiva o la capacidad de comunicación de cada uno. Pero el amor cristiano promueve la cordialidad, el afecto sincero y la amistad entre las personas.
Esta cordialidad no es mera cortesía
exterior exigida por la buena educación, ni simpatía espontánea que nace al
contacto con las personas agradables, sino la actitud sincera y purificada de quien
se deja vivificar por el amor cristiano.
Tal vez no subrayamos hoy suficientemente
la importancia que tiene el cultivo de esta cordialidad en el seno de la familia, en
el ámbito del trabajo y en todas nuestras relaciones. Sin embargo, la
cordialidad ayuda a
las personas a sentirse mejor, suaviza las tensiones y conflictos,
acerca posturas, fortalece la amistad, hace crecer la fraternidad.
La cordialidad ayuda a liberarnos de
sentimientos de indiferencia y rechazo, pues se opone directamente a
nuestra tendencia a dominar, manipular o hacer sufrir al prójimo. Quienes saben
comunicar afecto de manera sana y generosa crean en su entorno un mundo más
humano y habitable.
Jesús
insiste en
desplegar esta cordialidad no solo ante el amigo o la persona agradable, sino
incluso ante quien nos rechaza. Recordemos unas palabras suyas que revelan su
estilo de ser: «Si
saludáis solo a vuestros hermanos ¿qué hacéis de extraordinario?».