
Domingo 4 de Febrero – (Mc 1, 29-39)
Donde está Jesús crece la
vida. Esto es lo que descubre con gozo quien recorre las
páginas entrañables del evangelista Marcos y se encuentra con ese Jesús que
cura a los enfermos, acoge a los desvalidos, sana a los enajenados y perdona a
los pecadores.
Donde está Jesús hay amor a la vida, interés por los que sufren,
pasión por la liberación de todo mal. No deberíamos olvidar
nunca que la imagen primera que nos ofrecen los relatos evangélicos es la de un
Jesús curador. Un hombre que difunde vida y restaura lo que está enfermo.
Por eso encontramos siempre a su alrededor la miseria de la humanidad: poseídos, enfermos, paralíticos, leprosos, ciegos, sordos.
Las curaciones de Jesús no han solucionado prácticamente nada en la historia
dolorosa de los hombres. Su presencia salvadora no ha resuelto los problemas.
Hay que seguir luchando contra el mal. Pero nos han descubierto algo decisivo y esperanzador. Dios es amigo de la vida, y ama apasionadamente la felicidad, la
salud, el gozo y la plenitud de sus hijos e hijas.
Inquieta ver con qué
facilidad nos hemos acostumbrado a la muerte: la
muerte de la naturaleza, destruida por la polución industrial, la muerte en las
carreteras, la muerte por la violencia, la muerte de los que no llegan a nacer,
la muerte de las almas.
Es insoportable observar con qué indiferencia
escuchamos cifras aterradoras que nos hablan de la muerte de
millones de hambrientos en el mundo, y con qué pasividad contemplamos la
violencia callada, pero eficaz y constante, de estructuras injustas que hunden
a los débiles en la marginación.
Los dolores y sufrimientos ajenos nos preocupan poco.
Cada uno parece interesarse solo por sus problemas, su bienestar o su seguridad
personal. La apatía se va apoderando de muchos. Corremos el riesgo de hacernos cada vez
más incapaces de amar la vida y de vibrar con el que no puede vivir feliz.