Domingo 29
de octubre (Mateo 22,34-40)
La escena que se narra en los evangelios tiene como
trasfondo una atmósfera religiosa en que sacerdotes y maestros de la ley
clasifican cientos de mandatos de la Ley divina en «fáciles» y «difíciles»,
«graves» y «leves», «pequeños» y «grandes». Casi imposible moverse con un corazón sano en esta
red.
La pregunta que plantean a Jesús busca recuperar lo esencial, descubrir el «espíritu perdido»: ¿cuál es el mandato principal?, ¿qué es
lo esencial?, ¿dónde está el núcleo de todo? La respuesta de Jesús recoge la fe
básica de Israel: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todo tu ser». «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Que nadie piense que, al hablar del amor a Dios, se
está hablando de emociones o sentimientos hacia un Ser imaginario, ni de
invitaciones a rezos y devociones. «Amar a Dios con todo el corazón» es
reconocer humildemente el Misterio último de la vida; orientar confiadamente la
existencia de acuerdo con su voluntad: amar a Dios como Padre, que es bueno y nos quiere
bien.
Todo esto marca decisivamente la vida, pues
significa alabar la
existencia desde su raíz; tomar parte en la vida con gratitud;
optar siempre por lo bueno y lo bello; vivir con corazón de carne y no de
piedra; resistirnos a todo lo que traiciona la voluntad de Dios negando la vida
y la dignidad de sus hijos e hijas.
Por eso el amor a Dios es inseparable del amor a los
hermanos. Así lo recuerda Jesús: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». No es posible el amor real a Dios sin escuchar el
sufrimiento de sus hijos e hijas. ¿Qué
religión sería aquella en la que el hambre de los desnutridos o el exceso de
los satisfechos no planteara pregunta ni inquietud alguna a los creyentes? No
están descaminados quienes resumen la religión de Jesús como «pasión por Dios y
compasión por la humanidad».