
Jn 14, 1-12 Domingo 7 de mayo
Los cristianos de la primera y segunda generación
nunca pensaron que con ellos estaba naciendo una religión. Todavía vivían
impactados por el recuerdo de Jesús, al que sentían vivo en medio de ellos.
Por eso, los grupos que se reunían en ciudades como
Corinto o Éfeso comenzaron a llamarse «iglesias», es decir, comunidades que se van formando convocadas por
una misma fe en Jesús. En otras partes, al cristianismo lo
llamaban «el camino». Un escrito redactado hacia el año 80 y que se llama carta
a los Hebreos dice que es un «camino nuevo y vivo» para enfrentarse a la
vida. El camino «inaugurado» por
Jesús y que hay que recorrer «con los ojos fijos en él».
No hay duda alguna. Para estos primeros creyentes, el cristianismo no
era propiamente una religión, sino una forma nueva de vivir. Lo primero para ellos no era vivir dentro de una institución religiosa,
sino aprender juntos a vivir como Jesús en medio de aquel vasto imperio. Aquí
estaba su fuerza. Esto era lo que podían ofrecer a todos.
En este clima se entienden bien las palabras que el
cuarto evangelio pone en labios de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la
vida». Este es el punto de arranque
del cristianismo. Cristiano es un hombre o una mujer que
en Jesús va descubriendo el camino más acertado para vivir, la verdad más
segura para orientarse, el secreto más esperanzador de la vida.
Este camino es muy concreto. Hay que elegir: Solo
bienestar para mí y los míos o un mundo más humano para todos, intolerancia y
exclusión de quienes son diferentes o actitud abierta y acogedora hacia todos,
olvido de Dios o comunicación confiada en el Padre de todos, fatalismo y resignación o esperanza última para la
creación entera.