(Mt 13, 44-52) Domingo 30 de julio
No todos se entusiasmaban
con el proyecto de Jesús. En bastantes surgían no pocas dudas e
interrogantes. ¿Era razonable
seguirle? ¿No era una locura? Son las preguntas de
aquellos galileos y de todos los que se encuentran con Jesús en un nivel un
poco profundo.
Jesús contó dos pequeñas
parábolas para «seducir» a quienes permanecían indiferentes.
Quería sembrar, en todos, un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida un
«secreto» que todavía no hemos descubierto?
Todos entendieron la parábola de aquel labrador pobre que,
mientras cavaba en una tierra que no era suya, encontró un tesoro escondido en
alguna tinaja. No se lo pensó dos veces. Era la ocasión de su vida. No la podía
desaprovechar. Vendió todo lo que tenía y, lleno de alegría, se hizo con el tesoro.
Lo mismo hizo un rico comerciante de perlas cuando descubrió una de valor incalculable. Nunca había visto algo
semejante. Vendió todo lo que poseía y se hizo con la perla.
Las palabras de Jesús eran seductoras. ¿Será Dios
así? ¿Será esto encontrarse con
él? ¿Descubrir un «tesoro» más bello y atractivo, más sólido y verdadero que todo lo que nosotros estamos viviendo y disfrutando?
Jesús está comunicando su experiencia de Dios: lo que
ha transformado por entero su vida. ¿Tendrá razón? ¿Será esto seguirle? ¿Encontrar lo esencial, tener la inmensa fortuna de hallar lo que el ser humano está anhelando
desde siempre?
Entre nosotros, mucha gente está abandonando la
religión sin haber saboreado a Dios. Es comprensible. Si una persona no ha descubierto un poco la
experiencia de Dios que vivía Jesús, la religión es un aburrimiento. No merece la pena.
Lo triste es encontrar a tantos cristianos cuyas vidas
no están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa de Dios. No lo han
estado nunca. Viven encerrados en su religión, sin haber encontrado ningún
«tesoro». Entre los seguidores
de Jesús, cuidar la vida interior no es una cosa más. Es imprescindible para vivir abiertos a la sorpresa de Dios.