(Juan 14,15-21) Domingo 14 de mayo
La verdad es que los seres humanos somos bastante complejos. Cada individuo es un mundo de deseos y frustraciones, ambiciones y
miedos, dudas e interrogantes. Con frecuencia no sabemos quiénes somos ni qué
queremos. Desconocemos hacia dónde se está moviendo nuestra vida. ¿Quién nos
puede enseñar a vivir de manera acertada?
Para un cristiano, Jesús es siempre
su gran maestro de vida, pero ya no le tenemos a nuestro lado. Por eso cobran tanta importancia estas palabras del evangelio: «Yo le
pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el
Espíritu de la verdad».
Necesitamos que alguien nos recuerde la verdad de
Jesús. Si la olvidamos, no sabremos quiénes somos ni qué estamos llamados a
ser. Nos desviaremos del evangelio una y otra vez. Defenderemos en su nombre
causas e intereses que tienen poco que ver con El. Nos creeremos en posesión de
la verdad al mismo tiempo que la vamos desfigurando.
Necesitamos que el Espíritu
Santo active en nosotros la memoria de Jesús, su presencia viva, su imaginación
creadora. No se trata de despertar un recuerdo del pasado:
sublime, conmovedor, entrañable, pero recuerdo. Lo que el Espíritu del
Resucitado hace con nosotros es abrir nuestro corazón al encuentro personal con
Jesús como alguien vivo. Solo esta relación afectiva y cordial con Jesucristo
es capaz de transformarnos y generar en nosotros una manera nueva de ser y de
vivir.
Al Espíritu se le llama en
el cuarto evangelio «defensor» o «paráclito», porque
nos defiende de lo que nos puede destruir. Hay muchas cosas en la vida de las
que no sabemos defendernos por nosotros mismos. Necesitamos luz, fortaleza,
aliento sostenido. Por eso invocamos al Espíritu. Es la mejor manera de
ponernos en contacto con Jesús y vivir defendidos de cuanto nos puede desviar
de El.