Lc 22,14-23,56
Jesús murió como había vivido: amando.
En medio del gentío que observa el paso de los condenados camino de la cruz, unas mujeres se acercan a Jesús llorando. No pueden verlo sufrir así. Jesús se vuelve hacia ellas y las mira con la misma ternura con que las había mirado siempre:
Desde la cruz solo se escuchan los insultos de algunos y los gritos de dolor de los ajusticiados. De pronto, uno de ellos se dirige a Jesús: «Acuérdate de mí». Su respuesta es inmediata: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Siempre ha hecho lo mismo: quitar miedos, infundir confianza en Dios, contagiar esperanza. Así lo sigue haciendo hasta el final.
El momento de la crucifixión es inolvidable. Mientras los soldados lo van clavando en el madero, Jesús dice: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que están haciendo».
Así es Jesús. Así ha vivido siempre: ofreciendo a los pecadores el perdón del Padre, sin que se lo merezcan. Jesús muere pidiendo al Padre que siga bendiciendo a los que lo crucifican, que siga ofreciendo su amor, su perdón y su paz a todos, incluso a los que lo están matando.
No es extraño que Pablo de Tarso invite a los cristianos de Corinto a que descubran el misterio que se encierra en el Crucificado: «En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres». Así está Dios en la cruz: no acusándonos de nuestros pecados, sino ofreciéndonos su perdón. (J.A Pagola)