
PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO – (Lc 21, 25-28. 34-36)
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Jesús fue un creador incansable de esperanza. Toda su existencia consistió en contagiar a los
demás la esperanza que él mismo vivía desde lo más
hondo de su ser. Hoy escuchamos su grito de alerta: «Levantaos, alzad la
cabeza; se acerca vuestra liberación. Pero tened cuidado: no se os embote la
mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero».
Las palabras de Jesús no han perdido actualidad, pues
también hoy seguimos matando la esperanza y estropeando la vida de muchas
maneras. Cuando en una sociedad se tiene como objetivo casi único de la vida la
satisfacción ciega de las apetencias y se encierra cada uno en su propio
disfrute, allí muere la
esperanza.
Los satisfechos no buscan nada realmente nuevo. No
trabajan por cambiar el mundo. No les interesa un futuro mejor. No se rebelan
frente a las injusticias, sufrimientos y absurdos del mundo presente. En
realidad, este mundo es para ellos «el cielo» al que se apuntarían para
siempre. Pueden
permitirse el lujo de no esperar nada mejor.
Qué tentador resulta siempre
adaptarnos a la situación, instalarnos confortablemente en
nuestro pequeño mundo y vivir tranquilos, sin mayores aspiraciones. Casi
inconscientemente anida en nosotros la ilusión de poder conseguir la propia
felicidad sin cambiar para nada el mundo. Pero no lo olvidemos: «Solamente
aquellos que cierran sus ojos y sus oídos, solamente aquellos que se han
insensibilizado, pueden sentirse a gusto en un mundo como este».
Quien ama de verdad la vida y se siente solidario de
todos los seres humanos sufre al ver que todavía una inmensa mayoría no puede
vivir de manera digna. Este
sufrimiento es signo de que aún seguimos vivos y
somos conscientes de que algo va mal. Hemos de seguir buscando el reino de Dios
y su justicia.