PRIMER
DOMINGO DE CUARESMA – (Marcos 1,12-15)
«Convertíos, porque está cerca el reino de
Dios». ¿Qué pueden decir estas
palabras a un hombre o una mujer de nuestros días? A nadie nos atrae oír una llamada a la conversión. Pensamos enseguida
en algo costoso y poco agradable: una ruptura que nos llevaría a una vida poco
atractiva y deseable, llena solo de sacrificios y renuncia. ¿Es realmente así?
Para comenzar, el verbo griego que se traduce por
«convertirse» significa en realidad «ponerse a pensar», «revisar el enfoque de nuestra vida», «reajustar la perspectiva». Las
palabras de Jesús se podrían escuchar así: «Mirad si no tenéis que revisar y
reajustar algo en vuestra manera de pensar y de actuar para que se cumpla en
vosotros el proyecto de Dios de una vida más humana».
Si esto es así, lo primero que hay que revisar es
aquello que bloquea nuestra vida. Convertirnos es «liberar la vida» eliminando
miedos, egoísmos, tensiones y esclavitudes que nos impiden crecer de manera sana
y armoniosa. La conversión que no
produce paz y alegría no es auténtica. No nos está acercando al reino de Dios.
Hemos de revisar luego si cuidamos bien las
raíces. Las grandes decisiones no
sirven de nada si no alimentamos las fuentes. No se
nos pide una fe sublime ni una vida perfecta; solo que vivamos confiando en el
amor que Dios nos tiene. Convertirnos no es empeñarnos en ser santos, sino
aprender a vivir acogiendo el reino de Dios y su justicia. Solo entonces puede
comenzar en nosotros una verdadera transformación.
La vida nunca es plenitud ni éxito total. Hemos de
aceptar lo «inacabado», lo que nos humilla, lo que no acertamos a corregir. Lo
importante es mantener el deseo, no ceder al desaliento. Convertirnos no es vivir sin pecado, sino
aprender a vivir del perdón, sin orgullo ni tristeza, sin alimentar
la insatisfacción por lo que deberíamos ser y no somos.