SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA – (Marcos
9,2-10)
Cada vez tenemos menos tiempo para escuchar. No sabemos acercarnos con
calma y sin prejuicios al corazón del otro. No acertamos a acoger el mensaje
que todo ser humano nos puede comunicar. Encerrados en nuestros propios
problemas, pasamos junto a las personas, sin apenas detenernos a escuchar
realmente a nadie. Se nos está
olvidando el arte de escuchar.
Por eso tampoco resulta tan extraño que a los cristianos se nos haya
olvidado, en buena parte, que ser creyente es vivir escuchando a Jesús. Sin embargo, solo desde esta escucha nace la verdadera fe cristiana.
Según el evangelista Marcos, cuando en la «montaña de la transfiguración» los discípulos se asustan al sentirse envueltos por las sombras de
una nube, solo escuchan estas palabras: «¡Este es mi Hijo amado: escuchadle a
él!».
La experiencia de escuchar a Jesús hasta el fondo puede ser dolorosa, pero
es apasionante. No es el que nosotros habíamos imaginado desde nuestros
esquemas y tópicos. Su misterio se nos escapa. Casi sin darnos cuenta nos va
arrancando de seguridades que nos son muy queridas, para atraernos hacia una vida más auténtica.
Nos encontramos, por fin, con alguien que dice la verdad última. Alguien
que sabe para qué vivir y por
qué morir. Algo nos dice desde dentro que tiene razón. En su
vida y en su mensaje hay verdad.
Si perseveramos en una escucha paciente y sincera, nuestra vida empieza a iluminarse con luz nueva. Comenzamos a verlo todo con más claridad. Vamos descubriendo cuál es la
manera más humana de enfrentarnos a los problemas de la vida y al misterio de
la muerte. Nos damos cuenta de los grandes errores que podemos cometer los
humanos y de las grandes infidelidades de los cristianos.
Hemos de cuidar más en nuestras comunidades cristianas la escucha fiel a
Jesús. Escucharle a él nos puede
curar de cegueras seculares, nos puede liberar de desalientos y
cobardías casi inevitables, puede infundir nuevo vigor a nuestra fe.