(Mt 5, 17-37)
Los judíos hablaban con orgullo de la Ley de Moisés. Según la tradición, Dios mismo la había regalado a su pueblo.
También
para Jesús la Ley es
importante, pero ya no ocupa el lugar central. Él vive y comunica otra experiencia: está llegando el reino de Dios;
el Padre está buscando abrirse camino entre nosotros para hacer un mundo más
humano. No basta quedarnos con cumplir la Ley de Moisés. Es necesario abrirnos
al Padre y colaborar con él para hacer la vida más justa y fraterna.
Por
eso, según Jesús, no basta cumplir
la Ley, que ordena «no matarás». Es necesario, además, arrancar de
nuestra vida la agresividad, el desprecio al otro, los insultos o las
venganzas. Aquel que no mata cumple la Ley, pero, si no se libera de la violencia, en su corazón no reina todavía
ese Dios que busca construir con nosotros una vida más humana.
Según algunos observadores, se está extendiendo en la sociedad actual un
lenguaje que refleja el crecimiento de la agresividad. Cada vez son más
frecuentes los insultos ofensivos, proferidos solo para humillar, despreciar y
herir. Palabras nacidas del rechazo, el resentimiento, el odio o la venganza.
Por otra parte, las conversaciones están a
menudo tejidas de palabras injustas que reparten condenas y siembran sospechas.
Palabras dichas sin amor y sin respeto que envenenan la convivencia y hacen
daño. Palabras nacidas casi siempre de la irritación, la mezquindad o la
bajeza.
No es este un hecho que se dé solo en la
convivencia social. Es también un grave problema en el interior de la Iglesia. El Papa Francisco nos dice: «Me duele comprobar cómo en
algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos
diversas formas de odios, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las
propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una
implacable caza de brujas. ¿A quién
vamos a evangelizar con esos comportamientos?».