
(Mt 13, 1-23) Domingo
16 de Julio
No fue fácil para Jesús llevar adelante
su proyecto, enseguida se
encontró con la crítica y el rechazo. Su
palabra no tenía la acogida que cabía esperar. Entre sus seguidores más
cercanos empezaba a despertarse el desaliento y la desconfianza. ¿Merecía la
pena seguir trabajando junto a Jesús? ¿No era todo aquello una utopía imposible?
Jesús les dijo lo que pensaba. Les contó
la parábola de un sembrador para hacerles ver el realismo con que trabajaba y
la fe inquebrantable que le animaba.
Hay, ciertamente, un trabajo infructuoso
que se puede echar a perder, pero el proyecto final de Dios no fracasará. No
hay que ceder al desaliento. Hay que seguir sembrando. Al final habrá cosecha
abundante.
Los que le escuchaban la parábola sabían que estaba
hablando de sí mismo. Así era Jesús.
Sembraba su palabra en cualquier parte donde veía alguna esperanza de que
pudiera germinar. Sembraba gestos de bondad y
misericordia hasta en los ambientes más insospechados: entre gentes muy
alejadas de la religión.
Jesús sembraba con el realismo y la confianza de un
labrador de Galilea. Todos sabían que la siembra se echaría a perder en más de
un lugar en aquellas tierras tan desiguales. Pero eso no desalentaba a nadie:
ningún labrador dejaba por ello de sembrar. Lo importante era la cosecha final.
Algo semejante ocurre con el Reino de Dios. No faltan obstáculos y resistencias, pero la fuerza
de Dios dará su fruto. Sería absurdo dejar de sembrar.
En la Iglesia de Jesús no
necesitamos cosechadores. Lo nuestro no es cosechar éxitos,
conquistar la calle, dominar la sociedad, llenar las iglesias, imponer nuestra
fe religiosa. Lo que nos hace falta son sembradores. Seguidores y seguidoras de
Jesús que siembren por donde pasan palabras de esperanza y gestos de compasión.
Esta es la conversión que hemos de promover hoy entre
nosotros: ir pasando de
la obsesión por «cosechar» a la paciente labor de «sembrar». Jesús nos dejó en herencia la parábola del sembrador, no la del
cosechador.