
Domingo 8 de octubre – (Mateo
21,33-43)
La parábola de los «viñadores homicidas» es, sin duda, la más dura que Jesús pronunció contra los dirigentes
religiosos de su pueblo. No es fácil remontarse hasta el relato original, pero,
probablemente, no era muy diferente del que podemos leer hoy en la tradición
evangélica.
Los protagonistas de mayor relieve son, sin duda, los
labradores encargados de trabajar la viña. Su actuación es siniestra. No se parecen en absoluto al dueño que cuida la viña con solicitud y amor
para que no carezca de nada.
No aceptan al señor al que
pertenece la viña. Quieren ser ellos los únicos dueños. Uno tras otro, van
eliminando a los siervos que él les envía con paciencia increíble. No respetan
ni a su hijo. Cuando llega, lo «echan fuera de la viña» y lo
matan. Su única obsesión es «quedarse con la herencia».
¿Qué puede hacer el dueño? Terminar con estos viñadores y entregar su viña a otros «que le
entreguen los frutos». La conclusión de Jesús es trágica: «Yo os aseguro que a
vosotros se os quitará el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus
frutos».
El reino de Dios no es de la
Iglesia. No pertenece a la jerarquía. No es
propiedad de estos teólogos o de aquellos. Su único dueño es el Padre. Nadie se
ha de sentir propietario de su verdad ni de su espíritu. El reino de Dios está
en «el pueblo que produce sus frutos» de justicia, compasión y defensa de los
últimos.
La mayor tragedia que puede
sucederle al cristianismo de hoy y de siempre es que mate la voz de los
profetas, que los sumos sacerdotes se sientan dueños de la «viña del Señor» y que, entre todos, echemos al Hijo «fuera», ahogando su Espíritu. Si
la Iglesia no responde a las esperanzas que ha puesto en ella su Señor, Dios
abrirá nuevos caminos de salvación en pueblos que produzcan frutos.