
(Mt 10, 37-42) Domingo 2 de julio
Uno de los mayores riesgos del cristianismo actual es
ir pasando poco a poco de la «religión de la cruz» a una «religión del
bienestar».
Insistir en el amor incondicional de un Dios Amigo no
ha de significar nunca fabricarnos un Dios a nuestra conveniencia. Ser
cristiano no es buscar el Dios que me conviene y me dice «sí» a todo, sino
encontrarme con el Dios que, precisamente por ser Amigo, despierta mi
responsabilidad y, por eso mismo, más de una vez me hace sufrir, gritar y
callar.
Descubrir el evangelio como
fuente de vida y estímulo de crecimiento sano no significa vivir «inmunizado» frente al
sufrimiento. El evangelio no es un tranquilizante para una vida
organizada al servicio de nuestros fantasmas de placer y bienestar. Cristo hace
gozar y hace sufrir, consuela e inquieta, apoya y contradice. Solo así es
camino, verdad y vida.
El Dios de Jesucristo nos pone siempre mirando al que
sufre. El evangelio no centra a la
persona en su propio sufrimiento, sino en el de los otros. Solo así se vive la fe como experiencia de salvación.
En la fe como en el amor todo suele andar muy
mezclado: la entrega confiada y el deseo de posesión, la generosidad y el
egoísmo. Por eso no hemos de
borrar del evangelio esas palabras de Jesús que,
por duras que parezcan, nos ponen ante la verdad de nuestra fe: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de
mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que
pierda su vida por mí la encontrará».