
(Juan 9,1-41)
Domingo 19 de marzo
El relato nos describe el recorrido interior que va
haciendo un hombre perdido en tinieblas hasta encontrarse con Jesús.
No conocemos su nombre. Solo
sabemos que es un mendigo, ciego de nacimiento, que
pide limosna en las afueras del Templo. No conoce la luz. No la ha visto nunca.
No puede caminar ni orientarse por sí mismo. Su vida transcurre en tinieblas.
Nunca podrá conocer una vida digna.
Un día Jesús pasa por su vida. El ciego está tan necesitado que deja que le
trabaje sus ojos. No sabe quién es, pero confía en su fuerza curadora. Siguiendo sus indicaciones, limpia su mirada en la piscina de Siloé y,
por primera vez, comienza a ver. El encuentro con Jesús va a cambiar su vida.
Los vecinos lo ven transformado. Es el mismo, pero les
parece otro. El hombre les explica su experiencia: «Un hombre que se llama
Jesús» lo ha curado. No sabe más. Ignora quién es y dónde está, pero le ha
abierto los ojos. Jesús hace
bien incluso a aquellos que solo lo reconocen como hombre.
Los fariseos, entendidos en
religión, le piden toda clase de explicaciones sobre Jesús. Él les habla de su
experiencia: «Solo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le
preguntan qué piensa de Jesús, y él les dice lo que siente: «Que es un profeta».
Lo que ha recibido de El es tan bueno que ese hombre tiene que venir de Dios.
Así vive mucha gente sencilla su fe en Jesús. No saben teología, pero sienten
que ese hombre viene de Dios.
Poco a poco, el mendigo se
va quedando solo. Sus padres no lo defienden. Los dirigentes religiosos lo
echan de la sinagoga. Pero Jesús no abandona a quien lo ama
y lo busca. «Cuando oyó que lo habían expulsado, fue a buscarlo». Jesús tiene
sus caminos para encontrarse con quienes lo buscan. Nadie se lo puede impedir.
Cuando Jesús se encuentra con aquel hombre a quien
nadie parece entender, solo le hace una pregunta: «¿Crees en el Hijo del
hombre?».
El mendigo está dispuesto a creer, pero se encuentra
más ciego que nunca: “¿Y quién es Señor, para que crea en El?”.
Jesús le dice: «Lo estás viendo: el que te está
hablando, ése es». Al ciego se le abren ahora los ojos del alma. Se postra ante
Jesús y le dice: «Creo, Señor». Solo escuchando a Jesús y dejándonos conducir
interiormente por él vamos caminando hacia una fe más plena y también más
humilde.