
(Lc 24, 13-35) Domingo 23 de abril
No son pocos los que miran
hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es
la que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo,
comprometida de verdad en construir una sociedad más humana.
La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta que ya a pocos
interesa. La perciben como una institución que está ahí casi siempre para
acusar y condenar, pocas veces para ayudar e infundir
esperanza en el corazón humano. La sienten con frecuencia triste y aburrida.
La tentación fácil es el
abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron,
incluso de manera ruidosa: hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no
en la Iglesia. Otros se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y
sin hacer ruido»: sin advertirlo apenas nadie, se va apagando en su corazón el
afecto y la adhesión de otros tiempos.
Ciertamente sería un error alimentar en estos momentos un
optimismo ingenuo, pensando que llegarán tiempos mejores.
Más grave aún sería cerrar los ojos e ignorar la mediocridad y el pecado de la
Iglesia. Pero nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la
comunidad y dispersarnos cada uno por su camino, hundidos en la decepción y el
desencanto.
Hemos de aprender la
«lección de Emaús». La solución no está en abandonar la
Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano,
comunidad, movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra
esperanza en Jesús.
Donde unos hombres y mujeres caminan preguntándose por
él y ahondando en su mensaje, allí se hace presente el Resucitado. Es fácil que
un día, al escuchar el Evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón». Donde
unos creyentes se encuentran para celebrar juntos la eucaristía, allí está el
Resucitado alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo
vean.
Por muy muerta que aparezca
ante nuestros ojos, en esta Iglesia habita el Resucitado.