(Mt 18, 15-20) Domingo 10 de septiembre
Cuando uno vive distanciado
de la religión o se ha visto decepcionado por
la actuación de los cristianos, es fácil que la Iglesia se le presente solo
como una gran organización. Una especie de «multinacional» ocupada en defender
y sacar adelante sus propios intereses. Estas personas, por lo general, solo
conocen a la Iglesia desde fuera. Hablan del Vaticano, critican las
intervenciones de la jerarquía, se irritan ante ciertas actuaciones del
papa. La Iglesia es para ellas una
institución anacrónica de la que viven lejos.
No es ésta la experiencia de quienes
se sienten miembros de una comunidad creyente. Para estos, el rostro concreto
de la Iglesia es casi siempre su propia parroquia. Ese grupo de personas amigas
que se reúnen cada domingo a celebrar la eucaristía. Ese lugar de encuentro
donde celebran la fe y rezan todos juntos a Dios. Esa comunidad donde se
bautiza a los hijos o se despide a los seres queridos hasta el encuentro final
en la otra vida.
Para quien
vive en la Iglesia buscando en ella la comunidad de Jesús,
la Iglesia es casi siempre fuente de alegría y motivo de sufrimiento. Por una
parte, la Iglesia es estímulo y gozo; podemos experimentar dentro de ella el
recuerdo de Jesús, escuchar su mensaje, rastrear su espíritu, alimentar nuestra
fe en el Dios vivo. Por otra, la Iglesia hace sufrir, porque observamos en ella
incoherencias y rutina; con frecuencia es demasiado grande la distancia entre
lo que se predica y lo que se vive; falta vitalidad evangélica; en muchas cosas
se ha ido perdiendo el estilo de Jesús.
Esta es la mayor tragedia de la Iglesia. Jesús ya no es amado ni venerado como en las primeras comunidades. No se
conoce ni se comprende su originalidad. Bastantes no llegarán siquiera a
sospechar la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron
con él. Hemos hecho una Iglesia donde no pocos cristianos se imaginan que, por
el hecho de aceptar unas doctrinas y de cumplir unas prácticas religiosas,
están siguiendo a Cristo como los primeros discípulos.
Y, sin embargo, en esto consiste el núcleo esencial de la Iglesia: en vivir la adhesión a
Cristo en comunidad reactualizando la experiencia de
quienes encontraron en El la cercanía, el amor y el perdón de Dios. Por eso,
tal vez, el texto eclesiológico más fundamental son estas palabras de Jesús que
leemos en el evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos».
El primer quehacer de la
Iglesia es aprender a «reunirse en el nombre de Jesús». Alimentar su recuerdo, vivir de su presencia, reactualizar su fe en Dios,
abrir hoy nuevos caminos a su Espíritu. Cuando esto falta, todo corre el riesgo de quedar
desvirtuado por nuestra mediocridad. (Pagola)