DICHOSA TÚ QUE HAS CREÍDO

Lucas 1,39-45

La fe es siempre una experiencia personal. No basta creer en lo que otros nos predican de Dios. Cada uno sólo cree, en definitiva, lo que de verdad cree en el fondo de su corazón ante Dios, no lo que oye decir a otros.

En la fe no todo es igual. Hay que saber diferenciar lo que es esencial y lo que es accesorio, y, después de veinte siglos, hay mucho de accesorio en nuestro cristianismo. La fe del que confía en Dios está más allá de las palabras, las discusiones teológicas y las normas eclesiásticas. Lo que define a un cristiano no es el ser virtuoso u observante, sino el vivir confiando en un Dios cercano por el que se siente amado sin condiciones.

En la fe, lo importante no es afirmar que uno cree en Dios, sino saber en qué Dios cree. Nada es más decisivo que la idea que cada uno se hace de Dios. Si creo en un Dios autoritario y justiciero terminaré tratando de dominar y juzgar a todos. Si creo en un Dios que es amor y perdón viviré amando y perdonando.

La fe, por otra parte, no es una especie de «capital» que recibimos en el bautismo y del que podemos disponer para el resto de la vida. La fe es una actitud viva que nos mantiene atentos a Dios, abiertos cada día a su misterio de cercanía y amor a cada ser humano.

     María es el mejor modelo de esta fe viva y confiada. La mujer que sabe escuchar a Dios en el fondo de su corazón y vive abierta a sus designios de salvación. Su prima Isabel la alaba con estas palabras memorables: «¡Dichosa tú, que has creído!». Dichoso también tú si aprendes a creer. Es lo mejor que te puede suceder en la vida.