Domingo 22 de septiembre- (Marcos 9,30-37)
Según el relato de Marcos, hasta por tres veces insiste Jesús, camino de
Jerusalén, en el destino que le espera. Su
entrega al proyecto de Dios no terminará en el éxito triunfal que imaginan sus
discípulos. Al final habrá «resurrección», pero, aunque parezca increíble,
Jesús «será crucificado». Sus seguidores lo deben saber.
Sin embargo, los discípulos no le entienden. Les da miedo hasta
preguntarle. Ellos siguen pensando que Jesús les aportará
gloria, poder y honor. No piensan en otra cosa. Al llegar a su casa de
Cafarnaún, Jesús les hace una sola pregunta: «¿De qué discutíais por el
camino?», ¿de qué han hablado a sus espaldas en esa conversación en la que
Jesús ha estado ausente?
Los discípulos guardan silencio. Les da vergüenza
decirle la verdad. Mientras Jesús les habla de entrega y fidelidad, ellos están pensando en quién será el más
importante. No creen en la igualdad fraterna que busca Jesús. En
realidad, lo que les mueve es la ambición y la vanidad: ser superiores a los
demás.
De espaldas a Jesús y sin que su Espíritu esté
presente, ¿no seguimos
discutiendo de cosas parecidas?
Ante el silencio de sus discípulos, Jesús se sienta y
los llama. Tiene gran interés en ser escuchado. Lo que va a decir no ha de ser
olvidado: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos». En su movimiento no hay que mirar tanto a los que ocupan
los primeros puestos y tienen renombre, títulos y honores. Importantes son los
que, sin pensar mucho en su prestigio o reputación personal, se dedican sin
ambiciones y con total libertad a servir, colaborar y contribuir al proyecto de
Jesús. No lo hemos de olvidar: lo
importante no es quedar bien, sino hacer el bien siguiendo a Jesús.