Domingo
3 de Diciembre- (Marcos 13,33-37)
La falta de esperanza está generando entre
nosotros cambios
profundos que no siempre sabemos captar. Casi
sin darnos cuenta van desapareciendo del horizonte políticas orientadas hacia
una vida más humana. Cada vez se habla menos de programas de liberación o de
proyectos que busquen mayor justicia y solidaridad entre los pueblos.
Cuando el futuro se vuelve sombrío, todos buscamos seguridad. Que nada cambie, a nosotros nos va bien. Que nadie ponga en peligro
nuestro bienestar. No es el momento de pensar en grandes ideales de justicia
para todos, sino de defender el orden y la tranquilidad.
Al parecer no sabemos ir más allá de esta reacción
casi instintiva. Los expertos nos dicen que los graves problemas
medioambientales, el fenómeno del terrorismo desesperado o el acoso creciente
de los hambrientos penetrando en las sociedades del bienestar no están
provocando, al parecer, ningún cambio profundo en la vida personal de los
individuos, sólo miedo y búsqueda de seguridad. Cada uno trata de disfrutar al máximo de su pequeño bienestar.
Sin duda, muchos sentimos una extraña sensación de
culpa, vergüenza y tristeza. Sentimos, además, una especie de complicidad por
nuestra indiferencia y nuestra incapacidad de reacción. En el fondo no queremos saber nada de un mundo
nuevo, solo pensamos en nuestra seguridad.
Las fuentes cristianas han conservado una llamada de
Jesús para momentos catastróficos: «Despertad, vivid vigilantes». ¿Qué
significan hoy estas palabras? ¿Despertar de una vida que discurre suavemente
en el egoísmo? ¿Despertar de la frivolidad que nos rodea en todo instante
impidiéndonos escuchar la voz de la conciencia? ¿Liberarnos de la indiferencia y la resignación?
¿No deberían ser las comunidades cristianas un lugar
privilegiado para aprender a vivir despiertos, sin cerrar los ojos, sin escapar
del mundo, sin pretender
amar a Dios de espaldas a los que sufren?