Domingo 11
de febrero – (Marcos 1, 40-45)
En la sociedad judía, el leproso no era solo un
enfermo. Era, antes que nada, un impuro. Un ser estigmatizado, sin sitio en la sociedad, sin acogida en ninguna parte, excluido de la vida. El viejo libro del
Levítico lo decía en términos claros: «El leproso llevará las vestiduras
rasgadas y la cabeza desgreñada… Irá avisando a gritos: Impuro, impuro.
Mientras le dura la lepra será impuro. Vivirá aislado y habitará fuera del
poblado» (13,45-46).
La actitud correcta, sancionada por las Escrituras, es
clara: la sociedad ha de excluir a los leprosos de la convivencia. Es lo mejor
para todos. Una postura firme de exclusión y rechazo. Siempre habrá en la sociedad personas que sobran.
Jesús se rebela ante esta situación. En cierta ocasión
se le acerca un leproso avisando seguramente a todos de su impureza. Jesús está
solo. Tal vez los discípulos han huido horrorizados. El leproso no pide «ser
curado», sino «quedar limpio». Lo que busca es verse liberado de la impureza y del
rechazo social. Jesús queda conmovido, extiende su
mano, «toca» al leproso y le dice: «Quiero. Queda limpio».
Jesús no acepta una sociedad que excluye a leprosos e
impuros. Jesús toca al leproso para liberarlo de miedos, prejuicios y
tabúes. Lo limpia para decir a todos
que Dios no excluye ni castiga a nadie con la marginación. Es la sociedad la que, pensando solo en su seguridad, levanta barreras y
excluye de su seno a los indignos.