Jn 20,19-31
Gran parte de los que renuncian a creer en Dios lo hacen sin haber iniciado ningún esfuerzo para buscarlo. Pienso sobre todo en tantos que se confiesan agnósticos, a veces de manera ostentosa, cuando en realidad están muy lejos de una verdadera postura agnóstica.
La postura más extendida hoy consiste sencillamente en desentenderse de la cuestión de Dios. Muchos de los que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. Xavier Zubiri diría que son vidas «sin voluntad de verdad real». Les resulta indiferente que Dios exista o no exista. Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con «dejarse vivir», abandonarse «a lo que fuere», sin ahondar en el misterio del mundo y de la vida.
Querer mantenerse en esa «postura neutral» sin decidirse a favor o en contra de la fe es ya tomar una decisión. La peor de todas, pues equivale a renunciar a buscar una aproximación al misterio último de la realidad.
La postura de Tomás no es la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca reafirmar su fe en la propia experiencia. Por eso, cuando se encuentra con Cristo, se abre confiadamente a él: «Señor mío y Dios mío». ¡Cuánta verdad encierran las palabras de Karl Rahner!: «Es más fácil dejarse hundir en el propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se la vive como verdad que libera».